CÓMO SE SALVÓ WAN FO
Al escuchar esta sentencia, el
discípulo Ling arrancó de su cinturón un cuchillo mellado y se precipitó sobre
el Emperador. Dos guardias lo apresaron. El Hijo del Cielo sonrió, y agregó en
un suspiro:
—Y te odio también, viejo
Wang-Fo, porque has sabido hacerte amar. Maten a ese perro.
Ling pegó un salto hacia
adelante para evitar que su sangre manchara el traje de su maestro. Uno de los
soldados levantó el sable, y la cabeza de Ling quedó separada de la nuca, igual
a una flor cortada. Los servidores se llevaron los restos, y Wang-Fo,
desesperado, admiró la hermosa mancha escarlata que la sangre de su discípulo
hacía sobre el pavimento de piedra verde.
El Emperador hizo una señal, y
los eunucos enjugaron los ojos de Wang-Fo.
—Escucha, viejo Wang-Fo —dijo
el Emperador—, y seca tus lágrimas pues no es el momento de llorar. Tus ojos
deben permanecer limpios, para que la poca luz que les queda no sea enturbiada
por tu llanto, puesto que no deseo tu muerte sólo por rencor; y no es sólo por
crueldad que quiero verte sufrir. Tengo otros proyectos, viejo Wang-Fo. Poseo
en mi colección de tus obras una pintura admirable en donde las montañas, el
estero de los ríos y el mar se reflejan, infinitamente reducidos, sin duda,
pero con una evidencia que sobrepasa la de los objetos mismos, como las figuras
que se reflejan sobre las paredes de una esfera, Pero esta pintura no está
terminada, Wang-Fo, y tu obra maestra no es más que un boceto. Sin duda, en el
momento en que pintabas, sentado en un valle solitario, reparaste en un pájaro
que pasaba, o en un niño que perseguía a aquel pájaro. Y el pico del pájaro o
las mejillas del niño te hicieron olvidar los párpados azules de las olas. No
terminaste la orla del manto del mar, ni la cabellera de algas de las rocas.
Wang-Fo, quiero que consagres las horas de luz que te quedan a terminar esta
pintura, que contendrá así los últimos secretos acumulados en el curso de tu
larga vida. Seguramente tus manos, tan próximas a caer, no temblarán sobre la
tela de seda, y el infinito penetrará en tu obra por los plumeados de la
desgracia. Y no hay duda de que tus ojos, tan cerca de ser aniquilados,
descubrirán relaciones en el límite de los sentidos humanos. Ese es mi
propósito, viejo Wang-Fo, y puedo forzarte a realizarlo. Si te rehúsas, antes
de cegarte, haré quemar todas tus obras, y serás entonces igual a un padre
cuyos hijos han sido asesinados, y destruidas las esperanzas de posteridad.
Pero cree más bien, si quieres, que este último mandamiento no se debe más que
a mi bondad, pues sé que la tela es la única amante que has acariciado en tu
vida, y ofrecerte pinceles, colores y tinta para ocupar tus últimas horas es
como dar de limosna una cortesana a un joven que va a ser ejecutado.
Tras una señal del meñique del
Emperador, dos eunucos trajeron respetuosamente la pintura inacabada en donde
Wang-Fo había trazado la imagen del mar y del cielo. Wang-Fo secó sus lágrimas
y sonrió, pues ese pequeño bosquejo le recordaba su juventud. Todo atestiguaba
una frescura del alma a la cual Wang-Fo no podía aspirar más; sin embargo, algo
le faltaba, pues en la época en que Wang la había pintado no había aún
contemplado suficientes montañas, ni suficientes rocas bañando en el mar sus
costados desnudos, y no se había impregnado lo bastante de la tristeza del
crepúsculo. Wang-Fo escogió uno de los pinceles que le presentaba un esclavo, y
se puso a extender sobre el mar inacabado largas corrientes azules. Un eunuco
agachado a sus pies molía los colores; desempeñaba bastante mal aquella tarea,
y más que nunca Wang-Fo añoró a su discípulo Ling.
Wang comenzó por teñir de rosa
la punta del ala de una nube posada sobre una montaña. Luego, agregó sobre la
superficie del mar pequeñas arrugas que volvían más profundo el sentimiento de
su serenidad. El empedrado de jade se tornaba singularmente húmedo, Pero
Wang-Fo, absorto en su pintura, no se daba cuenta que trabajaba con los pies en
el agua.
La frágil barca que había
crecido bajo las pinceladas del pintor, ocupaba ahora todo el primer plano del
rollo de seda. El ruido cadencioso de los remos se levantó de pronto en la
distancia, rápido y vivo como un aleteo. El ruido se acercó, llenó lentamente
toda la sala, luego se detuvo y, suspendidas de los remos del barquero, unas
gotas temblaban, inmóviles. Hacía tiempo ya que el hierro candente destinado a
los ojos de Wang se había apagado sobre el brasero del verdugo. Los cortesanos,
inmovilizados por el protocolo, con el agua hasta los hombros, se paraban sobre
la punta de los pies. El agua alcanzó finalmente el nivel del corazón imperial.
El silencio era tan profundo que se hubiera podido escuchar el caer de unas
lágrimas.
Sí, era Ling. Llevaba su viejo
traje de todos los días, y su manga derecha aún tenía las huellas de un
desgarrón que no había tenido tiempo de zurcir, en la mañana, antes de la
llegada de los soldados. Pero lucía en torno al cuello una extraña bufanda
roja.
Wang-Fo le dijo quedamente
mientras seguía pintando:
—Te creía muerto.
—Vivo usted —contestó
respetuosamente Ling—, ¿cómo hubiera podido morir? Y ayudó al maestro a subir a
la embarcación. El techo de jade se reflejaba sobre el agua, de manera que Ling
parecía navegar en el interior de una gruta. Las trenzas de los cortesanos
sumergidos ondulaban en la superficie como serpientes, y la cabeza pálida del
Emperador flotaba como un loto.
—Mira, discípulo mío —dijo melancólicamente Wang-Fo. Estos
desgraciados van a perecer, si no es que ya han perecido. No
sospechaba que hubiese bastante agua en el mar como para ahogar a un Emperador.
¿Qué hacer?
—No tema, maestro —murmuró el
discípulo. Pronto se volverán a encontrar secos y ni siquiera recordarán que su
manga haya estado mojada. Sólo el Emperador conservará en el corazón algo de la
amargura marina. Esta gente no está hecha para perderse en el interior de una
pintura.
Y agregó:
—El mar es bello, el viento
suave, los pájaros marinos hacen su nido. Partamos, maestro mío, hacia el país
que se encuentra más allá de las aguas.
—Partamos —dijo el viejo
pintor.
Wang-Fo se apoderó del timón,
y Ling se inclinó sobre los avíos. La cadencia de los remos llenó de nuevo toda
la sala; era firme y regular como el latido de un corazón. El nivel del agua
disminuía insensiblemente en torno a las grandes rocas verticales que volvían a
ser columnas. Pronto, escasos charcos brillaron solos en las depresiones del
empedrado de jade. Los ropajes de los cortesanos estaban secos, pero el
Emperador conservaba algunos copos de espuma en las franjas de su abrigo.
El cuadro, terminado por
Wang-Fo, estaba recargado contra una cortina. Una barca ocupaba todo el primer
plano. Se alejaba poco a poco, dejando tras ella una delgada estela que se
cerraba sobre el mar inmóvil. Ya no se distinguía el rostro de los dos hombres
sentados en la embarcación. Pero aún se divisaba la bufanda roja de Ling, y la
barba de Wang-Fo que flotaba al viento.
La pulsación de los remos se
debilitó y cesó, obliterada por la distancia. El Emperador, inclinado hacia
adelante, la mano sobre los ojos, miraba alejarse la barca de Wang que no era
ya más que una mancha imperceptible en la palidez del crepúsculo. Un vaho de
oro se elevó y se desplegó sobre el mar. Finalmente, la barca viró tras una
roca que cerraba la entrada hacia el mar abierto; la sombra de un farallón cayó
sobre ella; la estela se borró de la superficie desierta, y el pintor Wang-Fo y
su discípulo Ling desaparecieron para siempre por aquel mar de jade azul que
Wang-Fo acababa de inventar.