martes, 22 de septiembre de 2015

ROSE ROSE

Sefton  se apartó del cuadro.
-Ahora descanse- dijo.
Su  modelo, la señorita Rose Rose, se echó por encima un manta rayada, bajó de la tarima y cruzó el estudio.
Era hermosa de la cabeza a los pies. Cualquier pose que adoptara resultaba elegante. Era hija de modelo de artista, y trabajaba en esto desde su niñez. Rose Rose no era instruida, ni culta, ni metódica. Todo lo que sabía hacer era posar: pero en eso, desde luego, era la mejor. En una ocasión había mantenido la misma pose, sin descansar, durante tres horas seguidas.
Mientras Rose Rose se vestía, Sefton se dejó caer en un butacón y estudió el cuadro. Era un hombre de cuarenta años, rechoncho, con la cara redonda, y un mostacho rojizo de guías ferozmente enhiestas.
 Tenía la suerte de contar con la señorita Rose Rose como modelo. El rostro de ésta tenía exactamente  la expresión que él necesitaba para el cuadro que estaba pintando sobre Afrodita, la diosa griega de la belleza y del amor. Pero si bien era la modelo que más cobraba por sus sesiones, no siempre era puntual en acudir al trabajo.
En las mañanas de invierno, cuando cada hora de luz era preciosa, podía retrasarse  dos horas o no aparecer en absoluto. Sin embargo, sus cualidades eran tan extraordinarias que los artistas recurrían siempre a ella.

-Señorita Rose, ¿podría estar aquí mañana a las nueve en punto?- preguntó Sefton a su modelo cuando salió de detrás del biombo.

-Mejor a las nueve y cuarto.- replicó Rose.
-Bueno... de acuerdo.- accedió Sefton de mala gana.
-Sé lo que está pensando, señor Sefton.- Dijo Rose Rose. -Cree que no pienso venir mañana. Ha oído las quejas del señor Merion. Y todo porque una tarde llegué tarde a posar para él. ¡Pero tenía un buen motivo!
-El señor Merion es el que me la ha recomendado, señorita Rose; aunque me aconsejó que no la perdiera de vista. ¿Me hará el favor de estar aquí mañana a su hora?- insistió el artista.
-No tiene por qué preocuparse- dijo la señorita Rose con impaciencia. -Estaré a las nueve y cuarto, pase lo que pase. ¡Incluso muerta! ¿Le parece suficiente, señor Sefton?

Pese a la promesa de la señorita Rose, el señor Sefton no se quedó muy convencido.
A la mañana siguiente, Sefton llegó al estudio a las ocho y media. Preparó las pinturas y seleccionó los pinceles. Al estudiar el lienzo, observó que el rostro de su Afrodita tenía una expresión burlona.
Poco antes de las nueve descubrió que se había quedado sin cigarrillos. Todavía tenía tiempo de acercarse a la esquina. Dejó la puerta del estudio abierta por si la modelo llegaba mientras él estaba ausente. Calculó que Rose Rose se retrasaría lo menos veinte minutos. En la tiende compró el periódico para entretenerse mientras esperaba.
Pero al regresar se encontró con que la modelo se encontraba ya esperándolo.

-Buenos días señorita Rose. Es usted una mujer de palabra.
Rose murmuró una respuesta, pero la atención de Sefton estaba ya centrada en el cuadro.
El trabajo iba bien, y Rose Rose no daba muestras de cansancio. Sefton trabajó seguido más de una hora, antes de caer en la cuenta de que Rose Rose debía hacer una pausa.
-Hagamos un descanso, señorita Rose.- Dijo Sefton alegremente.

En ese instante sintió el roce inconfundible de unos dedos humanos en la nuca. Se volvió con un súbito sobresalto. No, no había nadie detrás. Y Rose Rose había desaparecido.
 Con gran cuidado dejó la paleta y los pinceles. Dijo en voz alta:

-¿Dónde está usted, señorita Rose?
El silencio flotaba en el ambiente cargado del estudio. Repitió la pregunta pero no obtuvo respuesta. Se asomó detrás del biombo. Entonces le asaltó una terrible posibilidad: ¡Que su modelo no hubiera estado en absoluto allí!
Se sentó y trató de encontrar una explicación. Había estado trabajando demasiado, se dijo a sí mismo. Se enfrascaba demasiado en la pintura. Había esperado ver a Rose Rose al volver de la tienda, y su cerebro le había dicho que estaba allí. Pero no acababa de convencerse. Nunca le había ocurrido una cosa semejante. Cuanto más lo pensaba más asustado estaba.
Cogió el periódico para calmar los nervios. Se serenaría oyendo las noticias del día. Aún así, no se el escapaba el hecho de que durante la última hora había ejecutado su trabajo más delicado, pese a no tener allí a la modelo.
Trató de concentrarse en el periódico. Entonces su mirada se detuvo en un titular: <<Accidente de tráfico mortal>>. El articulo informaba que una modelo de artistas llamada Rose Rose había sido atropellada a las siete de la tarde del día anterior y había fallecido poco después.

Sefton se levantó de la silla y abrió una gran navaja. Sentía unos deseos tremendos de destrozar el lienzo. Se detuvo ante el cuadro. El rostro de Afrodita le sonreía con una dulzura misteriosa, ultraterrena, pero irresistible.
Durante los meses siguientes, Sefton no consintió que nadie le visitase mientras terminaba el cuadro. Sus amigos se preguntaban quién era la modelo, puesto que Rose Rose había fallecido. Sefton se negó a revelarlo.

El cuadro alcanzó un éxito inmediato. Lo habían encontrado abandonado en el estudio de Sefton. En cuanto al artista, nunca volvió a saberse nada de él.


RELATOS DE TERROR

En mármol  y a tamaño natural

Aunque esta historia es verídica palabra por palabra, no espero que la gente la crea. Yo os la cuento tal como ocurrió. Luego juzgad vosotros.
Fue hace unos años. Laura y yo estábamos en nuestra luna de miel. Un día salimos de la ciudad en que residíamos para visitar la iglesia de un pueblecito del sur. La región era hermosa y apacible, y quiso la suerte que encontráramos en venta una casa de campo cerca de la iglesia.
La casa en cuestión era un edificio bajo y alargado cuyas habitaciones sobresalían en ángulos imprevistos. La habían construido sobre los restos de una antigua casa que en otro tiempo se había alzado allí. Distaba unos tres kilómetros y pico del pueblo. Y decidimos comprarla. Yo era pintor en aquel tiempo, y Laura escribía poemas y relatos. Contratamos a una vieja campesina llamada señora Dorman para que se encargase del orden de la casa. Fue un gran descanso para nosotros. Además de ocuparse de los quehaceres domésticos, nos entretenía con historias sobre contrabandistas y salteadores de caminos, y más aún sobre horribles apariciones que podían sorprender a cualquiera en las noches solitarias y estrelladas.
Gozamos de tres meses de felicidad. Luego, una noche de octubre, la señora Dorman anunció de repente que se marcharía al finalizar la semana. Algo la inquietaba.

-Últimamente se comporta de una manera muy extraña- dijo Laura-. ¿La habremos ofendido en algo?
-Después hablaré con ella- contesté-. Vamos a dar un paseo hacia la iglesia. Eso siempre te sienta bien. Nos encantaba visitar la amplia y solitaria iglesia, sobre todo en las noches estrelladas. El camino que conducía a ella cruzaba serpeante el bosque, subía una cuesta y atravesaba dos prados antes de llegar a la tapia del cementerio que la rodeaba.
Dentro, los arcos se perdían en la oscuridad. La luna se filtraba por las hermosas vidrieras. A cada lado del altar había un losa, y encima de cada losa yacía la figura en mármol gris de un caballero armado, con las manos juntas en oración. Estas estaturas, de tamaño natural, eran los objetos más llamativos de la iglesia, y parecían desprender luz propia en contraste, sobre todo, con el roble oscuro de los bancos y las paredes forradas de la iglesia.
Los campesinos habían olvidado los nombres de estos caballeros, aunque decían que habían sido hombres feroces y malvados. Tan abominables eran sus fechorías que el cielo los castigó fulminando su mansión. Mansión que, dicho sea de paso, se había alzado en el solar que ahora ocupaba nuestra casa.
Viendo sus rostros adustos de piedra no costaba creer que fueran ciertas las hazañas que se contaban de ellos. Pero pese a toda su maldad, sus descendientes fueron lo bastante ricos para convencer a la iglesia de que acogiese sus efigies.
Esa noche contemplábamos Laura y yo las estatuas yacentes, descansamos un rato y regresamos. Una vez en casa, presioné a la señora Dorman para que me dijese el verdadero motivo por el que quería dejarnos.

-¿Ha observado en nosotros algo que no le parezca bien, señora Dorman?-pregunté.
-No, señor. Han sido ustedes muy buenos, desde luego.
-Entonces, ¿por qué quiere irse esta semana? ¿Y así, tan de repente?- insistí.
-Pues vera, señor –dijo en un tono bajo, inseguro-: seguramente ha visto en la iglesia las dos imágenes que hay a ambos lados del altar.
-¿Se refiere a las estatuas de caballeros con armaduras?- dije alegremente.
-Me refiero a los dos cuerpos tallados en mármol a tamaño natural- hizo una pausa para aspirar profundamente, y luego prosiguió-: Dicen que en la víspera de Todos los Santos se levantan, bajan de las losas y se pasean por la nave. Y cuando el reloj de la iglesia da las once, cruzan la puerta y salen del cementerio y al camino. Y si la noche es lluviosa, por la mañana se ven las huellas de los pies.
-¿Y adónde van?- pregunte, fascinado por la pintoresca leyenda.
-Vienen aquí; a lo que fue su casa, señor. Y si alguien se encuentra con ellos…
-Bueno, ¿qué le pasa?- pregunté. Pero no hubo manera de sacarle una palabra más..., salvo una advertencia:
-Decida lo que decida, señor, cierre la puerta temprano la víspera de Todos los Santos.
No le conté nada a Laura sobre esta leyenda. Temí preocuparla, aunque la historia no era más que una bobada. Ya se la contaría cuando pasara esa fecha. El jueves, 30 de octubre, la señora Dorman se marchó como había anunciado. Prometió volver a la semana siguiente.
Llegó el viernes, víspera de Todos los Santos. Laura y yo pasamos un día agradable haciendo limpieza y trabajando. Pero cuando el sol empezó a declinar, el estado de ánimo de Laura decayó.

-Estás triste, cariño- dije.
-Triste exactamente, no- contestó ella-. Estoy inquieta. Temblando aunque no tengo frío. Siento como si fuera a pasar algo.

Estábamos sentados delante de la chimenea. Nos quedamos en silencio. Laura se animó un poco, aunque parecía pálida y cansada. Me apetecía fumarme una pipa antes de irme a la cama; pero no quería molestar a Laura con el humo, le dije que saldría a fumar fuera.

-No te entretengas mucho-dijo ella.
-No, cariño- repliqué, y le di un beso en la frente.

Al salir de la casa no cerré la puerta con llave. La noche era absolutamente silenciosa. Más allá de los prados se recortaba contra el cielo el campanario negro y gris de la iglesia. La campana dio las once. No tenía ganas de acostarme todavía, así que decidí dar un paseo hasta la iglesia. Al alejarme de la casa, pude ver, a través de la ventana, a Laura sentada en su butaca, junto al fuego, y dormida ya.

Caminaba despacio, siguiendo el camino del bosque. Oía claramente pisadas en las hojas secas. Me detuve, pero el ruido se detuvo también. - pensé.
Al acercarme a la iglesia vi que la puerta estaba abierta. Dado que los únicos que la habitaban entre semana éramos Laura y yo, me culpé a mí mismo por haberla dejado sin cerrar en nuestra última visita.
Entré. No había recorrido la mitad de la nave cuando recordé con un escalofrío que eran precisamente el día y la hora en que se decía que cobraban vida las dos estatuas de mármol.
Con las manos en los bolsillos, avancé por la nave casi a oscuras. Justo entonces salió la luna, derramando su luz en la iglesia. Me detuve en seco. El corazón me dio tal brinco que casi me ahoga; y a continuación casi caigo desfallecido.
¡Los caballeros de mármol habían desaparecido! Pasé la mano por las losas para comprobar que no eran imaginaciones mías. Estaban suaves y lisas. ¡Las estatuas se habían ido!
El terror se apoderó de mí. ¡Laura! Salí corriendo de la iglesia, mordiéndome el labio para no gritar. Cerca de casa, surgió ante mí una figura oscura. Lleno de presagios, grité.

-¡Fuera de mi camino, vamos!
Al intentar seguir adelante, me cogió los brazos por encima del codo. Era nuestro vecino el doctor Kelly.
-¡Suélteme, estúpido!- exclamé con voz entrecortada- ¡Las efigies de mármol han salido de la iglesia!
-Ha escuchado usted demasiadas consejas- rió el doctor.
-He visto las losas vacías. Temo que le haya pasado algo a mi mujer- supliqué.
-Tonterías- dijo el doctor- . Venga conmigo y le enseñaré las losas. No sea pusilánime.

La actitud sosegada del doctor me devolvió la serenidad. Regresamos a la iglesia y recorrimos la nave. Cerré los ojos, convencido de que las estatuas no iban a estar allí. Oí que el doctor encendía una cerilla.

-Ahí las tiene- dijo alegremente. ¡Y allí estaban! Exhalé un hondo suspiro y le estreché la mano.
-Ha debido engañarme algún efecto de luz- dije avergonzado.
-Sin duda alguna- replicó él. Se había inclinado a mirar la estatua de la derecha, que era la de aspecto más terrible-. Mire- añadió el doctor-. Tiene rota una mano.
Y así era, en efecto. Yo estaba seguro que cuando Laura y yo visitamos la iglesia esa mano se encontraba en perfecto estado. Pero me tranquilizó tanto comprobar que la estatua estaba allí que no me preocupó que tuviera la mano rota.
Era tarde. Invité al doctor Kelly a casa. Cuando nos acercábamos, vimos que salía luz por la puerta abierta. ¿Habría salido Laura?
Miramos en el cuarto de estar. Al principio no la vimos, Su butaca estaba vacía, y su libro y su pañuelo estaban en el suelo.
La encontramos en el asiento de la ventana, reclinada sobre una mesa. Tenía la cabeza apoyada en la mesa, y su cabello castaño colgaba hacia la alfombra. Sus labios estaban contraídos, y tenía los ojos extremadamente abiertos. ¿Qué era lo último que habían visto?

-¡Ya estoy aquí, Laura! ¡No tengas miedo!- exclamé.
Se derrumbó exánime en mis brazos. Tenía las manos fuertemente apretadas. En  una de ellas sujetaba algo. Cuando tuve la total seguridad de que estaba muerta, dejé que el doctor le abriese la mano para ver qué sujetaba.

Era un dedo de mármol gris.