En
mármol y a tamaño natural
Aunque
esta historia es verídica palabra por palabra, no espero que la gente la crea.
Yo os la cuento tal como ocurrió. Luego juzgad vosotros.
Fue
hace unos años. Laura y yo estábamos en nuestra luna de miel. Un día salimos de
la ciudad en que residíamos para visitar la iglesia de un pueblecito del sur.
La región era hermosa y apacible, y quiso la suerte que encontráramos en venta
una casa de campo cerca de la iglesia.
La
casa en cuestión era un edificio bajo y alargado cuyas habitaciones sobresalían
en ángulos imprevistos. La habían construido sobre los restos de una antigua
casa que en otro tiempo se había alzado allí. Distaba unos tres kilómetros y
pico del pueblo. Y decidimos comprarla. Yo era pintor en aquel tiempo, y Laura
escribía poemas y relatos. Contratamos a una vieja campesina llamada señora
Dorman para que se encargase del orden de la casa. Fue un gran descanso para
nosotros. Además de ocuparse de los quehaceres domésticos, nos entretenía con
historias sobre contrabandistas y salteadores de caminos, y más aún sobre
horribles apariciones que podían sorprender a cualquiera en las noches
solitarias y estrelladas.
Gozamos
de tres meses de felicidad. Luego, una noche de octubre, la señora Dorman
anunció de repente que se marcharía al finalizar la semana. Algo la inquietaba.
-Últimamente
se comporta de una manera muy extraña- dijo Laura-. ¿La habremos ofendido en
algo?
-Después
hablaré con ella- contesté-. Vamos a dar un paseo hacia la iglesia. Eso siempre
te sienta bien. Nos encantaba visitar la amplia y solitaria iglesia, sobre todo
en las noches estrelladas. El camino que conducía a ella cruzaba serpeante el
bosque, subía una cuesta y atravesaba dos prados antes de llegar a la tapia del
cementerio que la rodeaba.
Dentro,
los arcos se perdían en la oscuridad. La luna se filtraba por las hermosas
vidrieras. A cada lado del altar había un losa, y encima de cada losa yacía la
figura en mármol gris de un caballero armado, con las manos juntas en oración.
Estas estaturas, de tamaño natural, eran los objetos más llamativos de la
iglesia, y parecían desprender luz propia en contraste, sobre todo, con el
roble oscuro de los bancos y las paredes forradas de la iglesia.
Los
campesinos habían olvidado los nombres de estos caballeros, aunque decían que
habían sido hombres feroces y malvados. Tan abominables eran sus fechorías que
el cielo los castigó fulminando su mansión. Mansión que, dicho sea de paso, se
había alzado en el solar que ahora ocupaba nuestra casa.
Viendo
sus rostros adustos de piedra no costaba creer que fueran ciertas las hazañas
que se contaban de ellos. Pero pese a toda su maldad, sus descendientes fueron
lo bastante ricos para convencer a la iglesia de que acogiese sus efigies.
Esa
noche contemplábamos Laura y yo las estatuas yacentes, descansamos un rato y
regresamos. Una vez en casa, presioné a la señora Dorman para que me dijese el
verdadero motivo por el que quería dejarnos.
-¿Ha
observado en nosotros algo que no le parezca bien, señora Dorman?-pregunté.
-No,
señor. Han sido ustedes muy buenos, desde luego.
-Entonces,
¿por qué quiere irse esta semana? ¿Y así, tan de repente?- insistí.
-Pues
vera, señor –dijo en un tono bajo, inseguro-: seguramente ha visto en la
iglesia las dos imágenes que hay a ambos lados del altar.
-¿Se
refiere a las estatuas de caballeros con armaduras?- dije alegremente.
-Me
refiero a los dos cuerpos tallados en mármol a tamaño natural- hizo una pausa
para aspirar profundamente, y luego prosiguió-: Dicen que en la víspera de
Todos los Santos se levantan, bajan de las losas y se pasean por la nave. Y
cuando el reloj de la iglesia da las once, cruzan la puerta y salen del
cementerio y al camino. Y si la noche es lluviosa, por la mañana se ven las
huellas de los pies.
-¿Y
adónde van?- pregunte, fascinado por la pintoresca leyenda.
-Vienen
aquí; a lo que fue su casa, señor. Y si alguien se encuentra con ellos…
-Bueno,
¿qué le pasa?- pregunté. Pero no hubo manera de sacarle una palabra más...,
salvo una advertencia:
-Decida
lo que decida, señor, cierre la puerta temprano la víspera de Todos los Santos.
No
le conté nada a Laura sobre esta leyenda. Temí preocuparla, aunque la historia
no era más que una bobada. Ya se la contaría cuando pasara esa fecha. El
jueves, 30 de octubre, la señora Dorman se marchó como había anunciado.
Prometió volver a la semana siguiente.
Llegó
el viernes, víspera de Todos los Santos. Laura y yo pasamos un día agradable
haciendo limpieza y trabajando. Pero cuando el sol empezó a declinar, el estado
de ánimo de Laura decayó.
-Estás
triste, cariño- dije.
-Triste
exactamente, no- contestó ella-. Estoy inquieta. Temblando aunque no tengo
frío. Siento como si fuera a pasar algo.
Estábamos
sentados delante de la chimenea. Nos quedamos en silencio. Laura se animó un
poco, aunque parecía pálida y cansada. Me apetecía fumarme una pipa antes de
irme a la cama; pero no quería molestar a Laura con el humo, le dije que
saldría a fumar fuera.
-No
te entretengas mucho-dijo ella.
-No,
cariño- repliqué, y le di un beso en la frente.
Al
salir de la casa no cerré la puerta con llave. La noche era absolutamente
silenciosa. Más allá de los prados se recortaba contra el cielo el campanario
negro y gris de la iglesia. La campana dio las once. No tenía ganas de
acostarme todavía, así que decidí dar un paseo hasta la iglesia. Al alejarme de
la casa, pude ver, a través de la ventana, a Laura sentada en su butaca, junto
al fuego, y dormida ya.
Caminaba
despacio, siguiendo el camino del bosque. Oía claramente pisadas en las hojas
secas. Me detuve, pero el ruido se detuvo también. - pensé.
Al
acercarme a la iglesia vi que la puerta estaba abierta. Dado que los únicos que
la habitaban entre semana éramos Laura y yo, me culpé a mí mismo por haberla
dejado sin cerrar en nuestra última visita.
Entré.
No había recorrido la mitad de la nave cuando recordé con un escalofrío que
eran precisamente el día y la hora en que se decía que cobraban vida las dos
estatuas de mármol.
Con
las manos en los bolsillos, avancé por la nave casi a oscuras. Justo entonces
salió la luna, derramando su luz en la iglesia. Me detuve en seco. El corazón
me dio tal brinco que casi me ahoga; y a continuación casi caigo desfallecido.
¡Los
caballeros de mármol habían desaparecido! Pasé la mano por las losas para
comprobar que no eran imaginaciones mías. Estaban suaves y lisas. ¡Las estatuas
se habían ido!
El
terror se apoderó de mí. ¡Laura! Salí corriendo de la iglesia, mordiéndome el
labio para no gritar. Cerca de casa, surgió ante mí una figura oscura. Lleno de
presagios, grité.
-¡Fuera
de mi camino, vamos!
Al
intentar seguir adelante, me cogió los brazos por encima del codo. Era nuestro
vecino el doctor Kelly.
-¡Suélteme,
estúpido!- exclamé con voz entrecortada- ¡Las efigies de mármol han salido de
la iglesia!
-Ha
escuchado usted demasiadas consejas- rió el doctor.
-He
visto las losas vacías. Temo que le haya pasado algo a mi mujer- supliqué.
-Tonterías-
dijo el doctor- . Venga conmigo y le enseñaré las losas. No sea pusilánime.
La
actitud sosegada del doctor me devolvió la serenidad. Regresamos a la iglesia y
recorrimos la nave. Cerré los ojos, convencido de que las estatuas no iban a
estar allí. Oí que el doctor encendía una cerilla.
-Ahí
las tiene- dijo alegremente. ¡Y allí estaban! Exhalé un hondo suspiro y le
estreché la mano.
-Ha
debido engañarme algún efecto de luz- dije avergonzado.
-Sin
duda alguna- replicó él. Se había inclinado a mirar la estatua de la derecha,
que era la de aspecto más terrible-. Mire- añadió el doctor-. Tiene rota una
mano.
Y
así era, en efecto. Yo estaba seguro que cuando Laura y yo visitamos la iglesia
esa mano se encontraba en perfecto estado. Pero me tranquilizó tanto comprobar
que la estatua estaba allí que no me preocupó que tuviera la mano rota.
Era
tarde. Invité al doctor Kelly a casa. Cuando nos acercábamos, vimos que salía
luz por la puerta abierta. ¿Habría salido Laura?
Miramos
en el cuarto de estar. Al principio no la vimos, Su butaca estaba vacía, y su
libro y su pañuelo estaban en el suelo.
La
encontramos en el asiento de la ventana, reclinada sobre una mesa. Tenía la
cabeza apoyada en la mesa, y su cabello castaño colgaba hacia la alfombra. Sus
labios estaban contraídos, y tenía los ojos extremadamente abiertos. ¿Qué era
lo último que habían visto?
-¡Ya
estoy aquí, Laura! ¡No tengas miedo!- exclamé.
Se
derrumbó exánime en mis brazos. Tenía las manos fuertemente apretadas. En una de ellas sujetaba algo. Cuando tuve la
total seguridad de que estaba muerta, dejé que el doctor le abriese la mano
para ver qué sujetaba.
Era
un dedo de mármol gris.
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